El coro

El telón rojo carmesí ascendía hacia las pasiones penetrantes del teatro. Los aplausos llenaron cada vacío de almas vagas e ingenuas, dejando sin nombrar a las crueles y mentirosas.
El coro apareció en su plenitud hacia un público expectante, oculto, deseoso. Las túnicas rojas, parecidas al telón, sólo lograba la formalidad del acto, aunque el coro lograría sacar pieles y penetrar corazones.

Una máscara de medianoche acorraló al hombre, una cuchilla enemiga se volvía hacia un individuo. La función estaba por empezar.

De pronto, apareció la figura de la noche.
El público no dejó de sorprenderse, tampoco se pregunto el porqué, sólo deseaba escuchar y desatar las pasiones guardadas. El profesor del coro plantaba su firme figura frente a sus pupilos y daba la espalda al público. Por primera vez agradecía dar la espalda al público, porque pensaba que estando de espalda en cualquier momento le clavaban un puñal por detrás. 
La función estaba próxima a comenzar.

La incredulidad se hacía presente en la noche arrítmica, sin musicalidad.
Había llegado la hora de su muerte, pensó. Como si un fantasma fuese acorraló al hombre hacia la pared, este estaba dispuesto a pelear por su vida. La función daba su comienzo.

El profesor cerró los ojos con tal pasión que sintió un escalofrío que le recorría por su cuerpo, alzó ambas manos estiradas al cielo y de manera súbita las bajó. La música comenzó a sonar. Partió con ritmo suave, una melodía al gusto de una gratitud momentánea. Sus brazos continuaban balanceándose horizontalmente abriendo y cerrándolos. El coro comenzaba a cantar.
El inicio del canto marcó el inicio de los sentimientos. Unos cerraban los ojos fuertemente, otros apretaban sus manos, en tanto que algunos se ponían firme en sus asientos. El coro entregaba una pasión inefable, llena de musicalidad, olvido, transgresión, amor, sentimiento, odio. El público, profesor y coristas estaban en éxtasis.

El enmascarado lanzó un corte al aire, luego lanzó el segundo; el cuerpo del individuo se retrocedía esquivando el golpe. La sangre significaría la pérdida de una función. El enmascarado iba impedir cualquier propósito del hombre.

La música del teatro de a poco comenzó a ascender su ritmo y los cantos del coro aumentaron. La gente se volvía más excitada y los primeros llantos del público comenzaban a aparecer.

El hombre tiró un golpe sordo al aire, haciendo fallido su intento, cualquier falla le podría costar caro. La noche estaba oscura, vacía, sin pasión ni música.

El coro cantaba suave. De un instante a otro el profesor comenzó a subir sus manos y al descenderla súbitamente comenzó un ritmo fuerte y un canto desesperado, sus manos comenzaron a moverse con un frenesí constante.

Lanzó una patada al enmascarado donde el cuchillo saltó a lo lejos, lanzó un segundo golpe con las manos y dio de lleno en la máscara. El enmascarado iba a piso. Tenía un punto a favor.

El coro subió más sus cantos, el público se agarró de sus asientos, el profesor aumentaba el ritmo de sus brazos.

El enmascarado le devolvió el golpe desde el piso, dando de lleno en su nariz. Sintió un líquido caliente que descendía de su rostro. Perdió la noción de la noche álgida, estrellada y sin música.

Unos cerraban los ojos, otros lloraban, el de atrás se aferraba a su asiento, el odio emanaba, el amor se expiraba, los sentimientos salían a luz. El coro estaba en su esplendor, en su éxtasis total.

Sintió el cuerpo de un enmascarado con túnica negra encima de él, lo sintió pesado. Trató de responder con golpes necios que sólo fueron de ayuda a discernir ese ambiente tosco que había. La batalla la estaba perdiendo, la función podía acabar en cualquier momento.

El ritmo de la música y el canto del coro bajaron. Los brazos del profesor se calmaban a su vez. La gente recuperaba la noción del espacio que habitaban.

El enmascarado tenía que dar el gran golpe. Tomó el cuchillo nuevamente del piso, se encaramó arriba del hombre.

La música suave, el público calmo. El profesor sentía un ritmo más apresurado de lo normal en su corazón.

El enmascarado comenzaba alzar el cuchillo.

El profesor sin previo aviso agitó su brazo y comenzó el carrusel, inesperado, de emociones subiendo el ritmo de la música y el coro comenzaba nuevamente con la entrega de emoción.

El cuchillo en alza.

El público no lograba controlar las distintas emociones que estaba viviendo en una noche épica.

El cuchillo hacía reflejo con las estrellas y la ausencia de musicalidad de la noche.

La música en su tono alto, en la cúspide de la emoción. El coro en su máximo esplendor.

El cuchillo descendía.

El público comenzaba su catarsis, uno se levantó y gritó al cielo: ¡No!

El despertar no vino tarde y fue regalo de las estrellas, el golpe central en su estómago fue letal para que el cuchillo quedara en el cielo y no descendiera su vuelo. El enmascarado de túnica negra cayó al piso junto a él. Se había salvado.

El profesor sintió un suave apretón en su corazón y descendió nuevamente el ritmo de la música. El coro lograba bajar el tono de su voz.

Logró imponer su cuerpo y lanzó la carrera hacia el destino final. La función debía terminar como siempre.

El tono de los coristas se mantuvo suave y tenue. La tranquilidad que recuperó la audiencia logró traspasarse en todo el teatro. El carrusel de emociones se cumplía.

El hombre emprendió la carrera, giró su cabeza hacia atrás y el hombre enmascarado venía tras él. Ambos aumentaban la velocidad.

La función estaba entrando en etapa final. El coro comenzó de a poco ascender su tonalidad. El profesor comenzaba a mover con más agilidad sus brazos y se llenaba de inquietudes.

Faltaban metros pero aún no cantaba victoria, tenía al enmascarado tras él.

El profesor comenzó paulatinamente a subir el ritmo y el coro subía su tono. Las manos del profesor lograban seguir todo este acto maravilloso, de a poco se anunciaba el clímax del coro.

Corría.

El profesor puso sus manos en movimiento y el coro lanzó su canto, con un destello de pasiones, ánimos, temple, fuerza. El público nuevamente se aferraba a lo más sagrado que tenía. Unos cerraban los ojos, otros se mantenían firme, había cuerpos llenos de escalofríos, gente con temperatura elevada.

Corría.

El coro aumentó aún más su fuerza.

Corría.

El profesor aumentaba más sus movimientos.

Corría por su vida.

El público experimentaba la catarsis. La función estaba por terminar.

La función estaba por terminar.

El profesor sintió un latido de su corazón que resonó en toda la sala. Giró su cabeza y vio que la puerta del teatro, como nunca antes había ocurrido, se abría.

El hombre había llegado a destino. Sin permiso había hecho lo prohibido: abrió la puerta del teatro.
El enmascarado dentro de su túnica negra sacó un arma y sin más preámbulos la disparó. El sonido de la bala conjugaba con el sonido del teatro, el coro calló de repente. El público quedó tirado en sus asientos aún con la catarsis del coro. El profesor no podía creer lo que había frente sus ojos.
El hombre, con túnica roja, recibió el impacto de la bala por la espalda, tal como lo había temido siempre. Alcanzó sólo a llegar al umbral del teatro cuando se desplomó hacia el piso pasando de la noche estrellada, sin música, a un teatro lleno de pasión, sentimiento. El enmascarado había matado al último corista.
El público perplejo. Desde el fondo de la sala se escuchó el sonido de las palmas que luego se unió en masa a un gran aplauso generalizado.
La sangre del hombre estaba derramada por el teatro. El coro quedó inquieto y silente. Algo no encajaba.
El profesor miró al enmascarado. El público calló.
La situación se había escapado de las manos, el público comenzaba a entrar en razón y presentía que esto no era parte del espectáculo.
El corazón del profesor comenzó acelerarse. El enmascarado aún tenía el arma en su mano. El profesor puso su mano al costado de su corazón, sintió un fuerte apretón, y descendió hacia el piso del escenario. El enmascarado fue en su ayuda, trató de socorrerlo pero era inútil, los segundos se habían gastado y su última función estaba terminando. Ahora el profesor podía morir tranquilo, le había entregado el espectáculo más grande al público, incluso con muerte en vivo. Podía morir sabiendo que ni el enmascarado, ni el último corista lo iban a reemplazar. Sintió ver el cielo, visualizó el telón rojo carmesí que bajaba lentamente, junto con sus ganas de morir. Estaba tocando la perfección, estaba muriendo. Estaba dejando un legado donde nadie lo reemplazaría, donde ni el enmascarado ni el último corista podía ocupar su lugar.
La función por fin había acabado.

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