La resurrección
Arte sagrado y milagroso de volver a la vida posterior a la muerte
“…es que cuando los creyentes hablamos con Dios se dice que estamos
rezando, pero cuando Dios nos habla, entonces somos unos pobres locos
esquizofrénicos”
Hernán Rivera Letelier; El arte de la resurrección.
El descenso a la travesía perdida comenzaba con un viaje desconocido.
Aquellos ruidos, aquel calor y movimiento hicieron que los párpados, como
cortinas de teatro, abrieran el telón de un acto infernal.
En un ambiente sin paisajes, sin aire y sin todo se movía el eje de su
cuerpo. El calor se quería escapar de su cuerpo, el terror quería quedar
impregnado como una fragancia espesa y emergente en ese ambiente de nada. La
nada tenía un lugar y ahí se hacía presente.
Abrir los ojos no le ayudó de mucho para ver lo que quería ver. En realidad,
el hecho de nacer y abrir los ojos nunca le ayudó para ver lo que quería ver.
Nunca nadie lo vio y nunca vio a nadie.
El tacto serían sus nuevos ojos, sus manos serían los sentidos. Empezó a
palpar el lugar definido y no se veía amistoso. Puso sus manos encima de su
cuerpo y vio que vestía formal, con corbata. Esa misma corbata que detestaba,
pero siempre simuló ser su preferida. La simulación siempre fue su mejor arma,
al fin y al cabo nada es lo que parece.
Aquel terno preferido se unía a un rostro pintado. Tenía un maquillaje en el
rostro, algo raro y superficial. Tenía una nueva cara. De esas caras
empolvadas, con capas. Será la cara que siempre ocultó bajo esas capas de un maquillaje
imaginario, soberbio.
Mientras más abría los ojos, menos podía ver.
Trató de extender sus brazos y no pudo. Trató de tirar una patada y no pudo.
Trató de tirarse hacia atrás, tampoco pudo. Trató de elevar los brazos y fue
inútil. Estaba encerrado. No había escapatoria.
Se estaba ahogando en su desesperación. Esa desesperación que te limita, te
ahoga, te detiene y te llena de desesperanza.
Gritó dentro de lo que pudo, pero el aire se volvía nulo, pese a los gritos
nadie fue capaz de una respuesta alentadora. El poco aire que quedaba se estaba
compenetrando con el aroma, cálido y frío, fuerte y débil, lleno de desidia y
dolor, del miedo. Ese aroma a miedo, a terror puro, bajo la desesperación
incontrolable y sofocante, se estaba llevando los últimos minutos de la nueva
vida.
Había experimentado un arte, un acto bíblico, un acto sagrado, un acto
milagroso y no había estado en una cruz, crucificado, siendo juzgados por miles
de subnormales creyendo ser devotos. De hecho, nadie lo alcanzó a juzgar en su
engaño.
Lo cierto es que había experimentado la resurrección.
Había resucitado. La mala noticia es que había sido en un mal momento.
El ataúd descendía mientras los fieles mentirosos, simulando dolor, llanto y
pena por la muerte, seguían tirando rosas sobre él. La tierra caía sobre el
cajón mientras un ruido ciego, con forma de grito, se escuchó desde abajo, pero
nadie lo quiso oír.
Había resucitado en el ataúd, pero ya era tarde porque estaba descendiendo
para lo que era su muerte posterior a la resurrección.
“En este mundo hay dos razas de hombres: a los que le sienta la vida y a los que le sienta la muerte”.
Hernán Rivera Letelier; El arte de la resurrección.
Comentarios
Publicar un comentario