El fin del mundo
(Publicado el 21 de diciembre del 2012)
Rayén sonríe: su venganza apenas comienza.
Y ella, Rayén, la mujer que un día condenó a todos al malamor, endereza la espalda, aprieta los labios y, sabiendo que hace lo correcto, inicia su retorno a Almahue.
José Ignacio Valenzuela, Hacia el fin del mundo.
El tin, tin, tin de la campana resonó en todo el pueblo de
Caelumterra. Desde el fondo la iglesia blanca, pálida, junto con la cruz
que tenía de fondo el cielo que poco a poco oscurecía, se estaba
separando por una línea que avanzaba lentamente para dividirla en
dos. El cielo había pasado de un pulcro a un sucio panorama, mientras el
aire se volvía espeso.
El anuncio del fin del mundo llegó al mismo tiempo que los ángeles bajaron a entregar la última danza de la vida. Bajaron en grupo, parándose frente a la iglesia que se desmoronaba, y mientras la multitud pasaba con frenesí, ellos se pusieron a bailar. Sus movimientos lerdos y locos no calmó a nadie. Sólo una monja, con el velo en el suelo y casi desnuda, se puso a observar las locuras de estos ángeles.
Mientras bailaba, uno de los ángeles, Gabriel, le dijo a la monja sin velo:
- Ahora sin tapujos. Haz lo que querías hacer.
La monja sin meditarlo, con su cuerpo casi al desnudo si no fuera por la ropa interior, se sumó al baile de los ángeles. Sandalio, otro ángel, tocaba la trompeta al unísono con Modesto. Ambos formaban una melodía extravagante e increíble.
Nadie se preguntó por qué la gente pasaba indiferente a los hechos que siempre esperaron ser comprobados.
El cielo se oscurecía, la iglesia comenzaba dividirse, mientras el suelo formaba una grieta que demostraba el camino hacia el infierno.
Mientras los ángeles seguían su baile, de pronto apareció desde la iglesia un hombre de pelo largo, seguramente de treinta y tres años, un poco de barba, túnica blanca y los brazos extendidos. Con sus palabras él juraba ser Jesucristo.
Los ángeles seguían tocando mientras Jesucristo avanzaba hacia ellos.
Jesucristo avanzó hacia los ángeles, caminado, y dio un abrazo férreo a la monja, para luego mirarla frente a frente. Sus ojos tenían complicidad, querían decir algo, desatar euforia. La contemplación duró varios minutos, mientras los ángeles seguían su musicalidad frente al desastre del mundo, hasta que Jesucristo avanzó sutilmente hacia la monja semidesnuda y le plantó un beso de aquellos. Un beso con perdón, pasión, locura y muerte, pero sobretodo con mucho amor.
- Magdalena -le dijo Jesucristo.
Magdalena sólo le respondió con un segundo beso, más largo que el anterior.
Desde el fondo de la tierra, donde las grietas ya separaba en dos la calle, emergió el miedo de la gente. La gente que seguía pasando cada vez se hacía menos. La iglesia que quedaba sola, se iba partiendo en dos y el lugar solamente era habitado por los ángeles, Jesucristo, Magdalena y ahora por el hombre que venía.
Descendió desde las cenizas, tenía una túnica roja, diferenciándose con Jesús, y avanzó hacia ellos.
Magdalena trató de detener a Jesucristo, que iba a enfrentarlo, pero fue inútil.
Jesús quedó frente a frente contra Judas.
Había llegado el momento del fin.
El cielo oscuro pasó a tener un tono grisáceo, la gente había desaparecido, las casas se habían caído. El cielo había llegado a la tierra, y la tierra se fue al cielo.
Judas se miró con Jesús. Jesús miró a Judas. Sin preámbulo alguno, Jesús besó a Judas. Junto con el beso vino el abrazo, Jesús miró lo que ya no era nada. La ciudad se había hecho polvo y se había convertido en aire, simplemente en nada. Los árboles se esfumaron, las casas se hicieron nula y sólo se empezaba a levantar una espesa neblina que tomaba el último proceso del fin del mundo. Lo único que se mantenía medianamente en pie era la iglesia.
Jesús estiró su mano y clavó el puñal en toda la espalda de Judas. Su mano, color piel, pasó a tener el rojo mientras las gotas de sangre caían a la nada. Mientras Judas, así como apareció, cayó por la grieta que cada vez se hacía más grande.
Los ángeles cantaban, y ya volaban en medio de la nada, Magdalena casi al desnudo miraba incrédula los hechos. La iglesia por fin terminaba de desmoronarse, quedando como único signo en pie, la cruz.
El pueblo de Caelumterra había desaparecido completamente, el fin del mundo había llegado. La nada misma tomaba palco. Los ángeles dejaron de tocar, ahora tomaban vuelo y rumbo al olvido. Magdalena miraba aún atónita todo lo que ocurría. El cielo seguía siendo igual de oscuro y grisáceo. Jesús, con sus manos llena de sangre inocente que seguramente después se iba a lavar, sólo atinó a mirar a Magdalena y esgrimió sus últimas palabras:
- Por fin lo hice, Magdalena. Ahora puedo morir tranquilo.
El anuncio del fin del mundo llegó al mismo tiempo que los ángeles bajaron a entregar la última danza de la vida. Bajaron en grupo, parándose frente a la iglesia que se desmoronaba, y mientras la multitud pasaba con frenesí, ellos se pusieron a bailar. Sus movimientos lerdos y locos no calmó a nadie. Sólo una monja, con el velo en el suelo y casi desnuda, se puso a observar las locuras de estos ángeles.
Mientras bailaba, uno de los ángeles, Gabriel, le dijo a la monja sin velo:
- Ahora sin tapujos. Haz lo que querías hacer.
La monja sin meditarlo, con su cuerpo casi al desnudo si no fuera por la ropa interior, se sumó al baile de los ángeles. Sandalio, otro ángel, tocaba la trompeta al unísono con Modesto. Ambos formaban una melodía extravagante e increíble.
Nadie se preguntó por qué la gente pasaba indiferente a los hechos que siempre esperaron ser comprobados.
El cielo se oscurecía, la iglesia comenzaba dividirse, mientras el suelo formaba una grieta que demostraba el camino hacia el infierno.
Mientras los ángeles seguían su baile, de pronto apareció desde la iglesia un hombre de pelo largo, seguramente de treinta y tres años, un poco de barba, túnica blanca y los brazos extendidos. Con sus palabras él juraba ser Jesucristo.
Los ángeles seguían tocando mientras Jesucristo avanzaba hacia ellos.
Jesucristo avanzó hacia los ángeles, caminado, y dio un abrazo férreo a la monja, para luego mirarla frente a frente. Sus ojos tenían complicidad, querían decir algo, desatar euforia. La contemplación duró varios minutos, mientras los ángeles seguían su musicalidad frente al desastre del mundo, hasta que Jesucristo avanzó sutilmente hacia la monja semidesnuda y le plantó un beso de aquellos. Un beso con perdón, pasión, locura y muerte, pero sobretodo con mucho amor.
- Magdalena -le dijo Jesucristo.
Magdalena sólo le respondió con un segundo beso, más largo que el anterior.
Desde el fondo de la tierra, donde las grietas ya separaba en dos la calle, emergió el miedo de la gente. La gente que seguía pasando cada vez se hacía menos. La iglesia que quedaba sola, se iba partiendo en dos y el lugar solamente era habitado por los ángeles, Jesucristo, Magdalena y ahora por el hombre que venía.
Descendió desde las cenizas, tenía una túnica roja, diferenciándose con Jesús, y avanzó hacia ellos.
Magdalena trató de detener a Jesucristo, que iba a enfrentarlo, pero fue inútil.
Jesús quedó frente a frente contra Judas.
Había llegado el momento del fin.
El cielo oscuro pasó a tener un tono grisáceo, la gente había desaparecido, las casas se habían caído. El cielo había llegado a la tierra, y la tierra se fue al cielo.
Judas se miró con Jesús. Jesús miró a Judas. Sin preámbulo alguno, Jesús besó a Judas. Junto con el beso vino el abrazo, Jesús miró lo que ya no era nada. La ciudad se había hecho polvo y se había convertido en aire, simplemente en nada. Los árboles se esfumaron, las casas se hicieron nula y sólo se empezaba a levantar una espesa neblina que tomaba el último proceso del fin del mundo. Lo único que se mantenía medianamente en pie era la iglesia.
Jesús estiró su mano y clavó el puñal en toda la espalda de Judas. Su mano, color piel, pasó a tener el rojo mientras las gotas de sangre caían a la nada. Mientras Judas, así como apareció, cayó por la grieta que cada vez se hacía más grande.
Los ángeles cantaban, y ya volaban en medio de la nada, Magdalena casi al desnudo miraba incrédula los hechos. La iglesia por fin terminaba de desmoronarse, quedando como único signo en pie, la cruz.
El pueblo de Caelumterra había desaparecido completamente, el fin del mundo había llegado. La nada misma tomaba palco. Los ángeles dejaron de tocar, ahora tomaban vuelo y rumbo al olvido. Magdalena miraba aún atónita todo lo que ocurría. El cielo seguía siendo igual de oscuro y grisáceo. Jesús, con sus manos llena de sangre inocente que seguramente después se iba a lavar, sólo atinó a mirar a Magdalena y esgrimió sus últimas palabras:
- Por fin lo hice, Magdalena. Ahora puedo morir tranquilo.
Una mezcla exquisita entre varios autores a mi gusto, con una intertextualidad evidente y una fuerte ocupación de la religiosidad manoseándola sin estupor.
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