La celda
Cuando dos uniformados me introdujeron en la celda nunca más me encontré. Nadie lo hizo tampoco.
Al momento de verla y estar ahí lo primero que pensé fue que la celda estaba construida para volver loco a la gente. Claramente puedo dar fe de aquello: me volví absolutamente loca.
Yo siempre la describí en mi mente como una caja de fósforo levantada: el ancho estaba ideado solamente para que mi cuerpo cupiese y el largo sobraba en centímetros lo que medía mi cuerpo. Pero lo impresionante era el alto. Miraba hacia arriba y veía la oscuridad en su máxima infinidad, nunca en mi mirada cada vez perdida pude encontrar el techo de la celda. La puerta del costado era de un fierro tan firme e inoxidable que su olor fuerte llenaba todo el lugar. Lo único que vi en lo alto fue una rendija que era el reloj que marcaba el día y la noche, donde podía ver gente que pasaba constantemente: definitivamente estaba en un subterráneo.
Las paredes vivían en la absoluta monotonía y el olor a encierro se tornaba espeso, tanto que varias veces las náuseas invadieron todo mi cuerpo produciendo temblores inagotables.
Solo podía estar acostada, con la columna apegada al suelo y con la sensación de dolor constante. Ese dolor que palpa tus piernas, siendo agujas que entran y salen. Mi cara algo morada por la apretada tela que traía en mis ojos hacían que el fuego en mi cara se pronunciara constante. Hasta las partes más íntimas de mi cuerpo me ardían por la violencia incontrolable. Mi cuerpo estaba devastado y yo aquí sin poder moverme.
La comida llegaba a tres horas del día fija e iba disminuyendo en porción cada día que pasaba.
¿No es la forma más terrible de matar a alguien?
El desayuno consistía en una leche a punto de vencer, con ese olor putrefacto que al solo tomarla te sube desde la boca del estómago un líquido ácido que te llena toda la garganta e incluso llenando la nariz y solo debes tragarlo porque la celda se vuelve algo peor de lo que es. El pan condimentado con algo que nunca supe ni tampoco preguntaba... nunca quise saberlo, pero cuando me lo imaginaba no lo comía.
Con el paso de los días -nunca supe si fueron meses o quizás años -me di cuenta que mi única compañera era la muerte y si no me amigaba con ella definitivamente me volvería loca.
¿Por qué no transformar a la muerte en tu conviviente?
Cuando se respira la muerte, cuando está tan cerca y para llegar a ella debes sortear la peor suerte, se le aprende a admirar. Aprendes a valorarla. Porque la vida se deja de valorar cuando la muerte te besa todos los días el cuerpo, cuando te cierra la boca para que ese deseo putrefacto y ácido que desea salir de tu boca bloquee su intento; la muerte te acaricia, te llena la cara de colores y de dolor donde cada parte de tu cuerpo es contraída por un dolor que ya ni siquiera da para emocional, sino netamente físico; bailar con la muerte y que sea el amor que deseas y no poder obtenerlo es la tortura más grande, con ello fui torturada.
Los días pasaban y mi estómago sentía olas que vacilaban de un lado a otro producto del hambre. Cerrar los ojos y apretarlos, frenar la respiración o quizás golpear mi cabeza contra la pared, pero sin el resultado alguno: la muerte siempre me decía que la valentía no era su amiga y, por ende, la mía tampoco.
Con el pasar de los días sentí que la celda comenzaba a moverse, comenzaba a atentar contra mí. ¡La pared! ¡Sí, la pared! Se movía, se estaba moviendo. El ancho de mi celda se iba a achicar y yo iba a morir aplastada.
Quizás ese siempre fue mi destino.
El techo, con la oscuridad que lo caracterizaba, comenzaba a acercarse cada vez más. Venía como gran ladrillo avanzando lentamente hacia mí y jugando con mi suerte.
Me iba a morir. Sí, Dios, me iba a morir.
¡Conocería a la muerte!
Empecé a tratar de frenar con mis brazos cada pared y con las piernas hacia el techo para frenar el movimiento de ella. Mi cuerpo estaba en L.
¡Sáqueme de aquí! ¡Ayuda!
La firmeza que tenían mis brazos no lograban el freno de la gran muralla que venía contra mí. La celda sería mi tumba. Me rompería los brazos, me quebraría las piernas, moriría con el pecho aplastado y mi cabeza explotaría.
De repente el movimiento se frenó.
Comencé a llorar desolada. Cada llanto significaba un dolor en las piernas, torso y cabeza. El llanto exigía un movimiento continuo del cuerpo y un dolor constante a la vez.
No lloraba por mi salvación ni por mi deseo de morir, lloraba porque me había vuelto loca.
Nunca me había sentido tan poca cosa. No valía nada, estaba reducida a un pedazo de carne que alimentaban a su antojo y que su vista se enfrentaba a una pared maldita, y mi amiga era la muerte. ¿Era ciertamente vida? ¡ME HABÍA VUELTO LOCA! ¡Lo habían logrado!
¡Lo lograron! Reía y lloraba al mismo tiempo generando una mezcla contradictoria que ni yo comprendía.
¡Lo lograron, hijos de puta! ¡Estoy loca! Reía y lloraba. Reía y lloraba.
Mi cuerpo cada vez se me hacía más pesado y mi mente ya borraba incluso cuando llegué. Nunca supe cuántas horas, días, meses o años pasaron. Solo sé que cada segundo vivido era un infierno mismo, un infierno que no se lo daba ni a mi mejor enemigo. Nunca pensé en morir de forma tan lenta y tan nada. No valía nada, no era persona, no tenía recuerdos ni vida ni mente ni inteligencia. Era un respiro que cada vez se agotaba menos.
Un respiro que acabó cuando las cuatro paredes se cerraron y morí aplastada por ella, o quizá morí de pena por la tortura.
Al momento de verla y estar ahí lo primero que pensé fue que la celda estaba construida para volver loco a la gente. Claramente puedo dar fe de aquello: me volví absolutamente loca.
Yo siempre la describí en mi mente como una caja de fósforo levantada: el ancho estaba ideado solamente para que mi cuerpo cupiese y el largo sobraba en centímetros lo que medía mi cuerpo. Pero lo impresionante era el alto. Miraba hacia arriba y veía la oscuridad en su máxima infinidad, nunca en mi mirada cada vez perdida pude encontrar el techo de la celda. La puerta del costado era de un fierro tan firme e inoxidable que su olor fuerte llenaba todo el lugar. Lo único que vi en lo alto fue una rendija que era el reloj que marcaba el día y la noche, donde podía ver gente que pasaba constantemente: definitivamente estaba en un subterráneo.
Las paredes vivían en la absoluta monotonía y el olor a encierro se tornaba espeso, tanto que varias veces las náuseas invadieron todo mi cuerpo produciendo temblores inagotables.
Solo podía estar acostada, con la columna apegada al suelo y con la sensación de dolor constante. Ese dolor que palpa tus piernas, siendo agujas que entran y salen. Mi cara algo morada por la apretada tela que traía en mis ojos hacían que el fuego en mi cara se pronunciara constante. Hasta las partes más íntimas de mi cuerpo me ardían por la violencia incontrolable. Mi cuerpo estaba devastado y yo aquí sin poder moverme.
La comida llegaba a tres horas del día fija e iba disminuyendo en porción cada día que pasaba.
¿No es la forma más terrible de matar a alguien?
El desayuno consistía en una leche a punto de vencer, con ese olor putrefacto que al solo tomarla te sube desde la boca del estómago un líquido ácido que te llena toda la garganta e incluso llenando la nariz y solo debes tragarlo porque la celda se vuelve algo peor de lo que es. El pan condimentado con algo que nunca supe ni tampoco preguntaba... nunca quise saberlo, pero cuando me lo imaginaba no lo comía.
Con el paso de los días -nunca supe si fueron meses o quizás años -me di cuenta que mi única compañera era la muerte y si no me amigaba con ella definitivamente me volvería loca.
¿Por qué no transformar a la muerte en tu conviviente?
Cuando se respira la muerte, cuando está tan cerca y para llegar a ella debes sortear la peor suerte, se le aprende a admirar. Aprendes a valorarla. Porque la vida se deja de valorar cuando la muerte te besa todos los días el cuerpo, cuando te cierra la boca para que ese deseo putrefacto y ácido que desea salir de tu boca bloquee su intento; la muerte te acaricia, te llena la cara de colores y de dolor donde cada parte de tu cuerpo es contraída por un dolor que ya ni siquiera da para emocional, sino netamente físico; bailar con la muerte y que sea el amor que deseas y no poder obtenerlo es la tortura más grande, con ello fui torturada.
Los días pasaban y mi estómago sentía olas que vacilaban de un lado a otro producto del hambre. Cerrar los ojos y apretarlos, frenar la respiración o quizás golpear mi cabeza contra la pared, pero sin el resultado alguno: la muerte siempre me decía que la valentía no era su amiga y, por ende, la mía tampoco.
Con el pasar de los días sentí que la celda comenzaba a moverse, comenzaba a atentar contra mí. ¡La pared! ¡Sí, la pared! Se movía, se estaba moviendo. El ancho de mi celda se iba a achicar y yo iba a morir aplastada.
Quizás ese siempre fue mi destino.
El techo, con la oscuridad que lo caracterizaba, comenzaba a acercarse cada vez más. Venía como gran ladrillo avanzando lentamente hacia mí y jugando con mi suerte.
Me iba a morir. Sí, Dios, me iba a morir.
¡Conocería a la muerte!
Empecé a tratar de frenar con mis brazos cada pared y con las piernas hacia el techo para frenar el movimiento de ella. Mi cuerpo estaba en L.
¡Sáqueme de aquí! ¡Ayuda!
La firmeza que tenían mis brazos no lograban el freno de la gran muralla que venía contra mí. La celda sería mi tumba. Me rompería los brazos, me quebraría las piernas, moriría con el pecho aplastado y mi cabeza explotaría.
De repente el movimiento se frenó.
Comencé a llorar desolada. Cada llanto significaba un dolor en las piernas, torso y cabeza. El llanto exigía un movimiento continuo del cuerpo y un dolor constante a la vez.
No lloraba por mi salvación ni por mi deseo de morir, lloraba porque me había vuelto loca.
Nunca me había sentido tan poca cosa. No valía nada, estaba reducida a un pedazo de carne que alimentaban a su antojo y que su vista se enfrentaba a una pared maldita, y mi amiga era la muerte. ¿Era ciertamente vida? ¡ME HABÍA VUELTO LOCA! ¡Lo habían logrado!
¡Lo lograron! Reía y lloraba al mismo tiempo generando una mezcla contradictoria que ni yo comprendía.
¡Lo lograron, hijos de puta! ¡Estoy loca! Reía y lloraba. Reía y lloraba.
Mi cuerpo cada vez se me hacía más pesado y mi mente ya borraba incluso cuando llegué. Nunca supe cuántas horas, días, meses o años pasaron. Solo sé que cada segundo vivido era un infierno mismo, un infierno que no se lo daba ni a mi mejor enemigo. Nunca pensé en morir de forma tan lenta y tan nada. No valía nada, no era persona, no tenía recuerdos ni vida ni mente ni inteligencia. Era un respiro que cada vez se agotaba menos.
Un respiro que acabó cuando las cuatro paredes se cerraron y morí aplastada por ella, o quizá morí de pena por la tortura.
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