Conversaciones de medianoche

Desnudos se encontraban discutiendo dos personas en un espacio frío. Dominados por la absoluta oscuridad y el silencio mortal, el frío no hacía más que acompañarlos en aquella merienda de las doce de la noche. Lucía y Luciano parecían estar cómodos en lo que era su lugar.
Lucía con un aspecto más delgado y su piel llevándola a lo alba, no ocultaba su corte en “v” en su torso. Pasaba en diagonal por uno de sus pechos hasta llegar a su pelvis, mientras que desde ahí mismo otra marca, también en diagonal, llegaba hasta el otro pecho. En tanto, Luciano parecía tener un aspecto más serio y tímido, algo más robusto y recordado por su frondoso cabello, le daba forma a su figura muerta. La timidez se le había acabado cuando dejaba al descubierto la línea vertical que le cruzaba desde su manzana de adán hasta su pelvis, sin olvidar una singular marca en su cuello.
- Y… ¿lograste vengarte? –comenzó interpelando Luciano.
-  No. Ni eso pude. Lo pillé en la cama con la otra y después… bueno, tú ya ves lo que me hicieron.
- Eso te pasa por tonta. Tú bien sabes que los vivos no quieren.
- ¿Y qué iba a saber yo de eso? Como si me hubiesen preparado diciéndome que los vivos no son más que una simulación de nosotros… pero de la peor calaña, fíjate tú.
- Dímelo a mí, que me di cuenta de eso al igual que tú. Mi esposa un día se levantó con las ganas de escaparse con su amante –contándolo con monotonía, sin expresión de voz –y no hallaron nada mejor que enterrarme la cuchilla de lleno en el cuello. Mira, si hasta bonito quedé. Y aquí me ves, dándote la bienvenida.
Luciano perdió la timidez cuando murió. Le tocó dar la bienvenida a cada persona que mataban y nadie, finalmente, lo terminaba escuchando. Nadie despertaba. Se hacían los dormidos, decía él.
- Menos mal que tú saliste más conversadora. Aquí nadie despierta, todos prefieren creer en su estado y hacerse los muertos, siendo que la morgue es el mejor lugar para conversar, ¿no te parece?
Luciano soltó una carcajada silente que Lucía no supo interpretar. El aspecto gentil de él le llamaba profundamente la atención. Algo de él le encantaba y eso se notaba en esa conversación fría de medianoche en la morgue. La frondosidad de su cabello, sus ondulaciones muertas, le daban un aspecto más juvenil a Luciano, por lo que Lucía no supo adivinar qué edad tenía.
- Y tú… ¿qué edad tienes? –preguntó de sopetón, evitando dar juicio por la carcajada de Luciano.
- Eso no se le pregunta a un caballero, ¿no te lo enseñan? –con dejo de burla.
- Eso no se le pregunta en vida, pero sí en muerte. ¿Qué edad tienes? –con una sonrisa tibia y coquetona.
- Veo que eres astuta.
- Veo que lo ves.
- Depende… ¿cuántos tengo en conjunto de vida y muerte?, ¿cuántos llegué a tener?, ¿cuántos tengo de muerte?… Tú sabes, aquí las especificaciones sirven harto.
El humor ácido de Luciano no dejó de encantar a Lucía que sin duda estaba sintiendo una atracción por aquel hombre que le hacía más amena su muerte. Al momento de hablar, miraba sus labios tiesos con deseo de poder rozarlos y eso era peligroso. El aire de la morgue cada vez se volvía más liviano con la conversación de ambos y eso no ocurría hace años. Incluso, como nunca, se escucharon voces a lo lejos celebrando esta velada.
- A ver… cuántos años en total.
- 120 años.
El asombro y la incredulidad de Lucía se expresaron en su rostro blanco y estupefacto en cuanto se llevó su mano herida a la boca.
- ¡¡ ¿120 años?!! Por Dios, los años no pasan por ti.
Luciano no pudo evitar llevar su mirada a los prominentes labios partidos y blanquecinos de Lucía. Quizás su cabello a la altura del hombro le estaba provocando el deseo más bajo de la muerte.
-  No preguntaré por tu edad solamente porque sé que tienes más años que Cristo.
Las carcajadas de ambos sonaron al unísono en toda la morgue, tanto así que más allá (de la morgue) se escuchó un sonido sibilante de silencio. Ambos se rieron despacio y cómplices.
- Las bonitas como tú no merecen vivir. Los vivos no se merecen ni tu amor ni el de nadie. –con tono serio.
- No seas rencoroso, oh. Si ya estamos aquí. Por lo menos nos merecemos.
- ¿Nos merecemos? –hizo una pausa –Señorita Lucía, –con tono cordial, sensual y sonriente – ¿me está coqueteando?
- ¿Qué supones tú?
El beso de Lucía fue el choque de dos almas sin latido. Sin ningún lamento su beso fue el más silencioso que alguna vez existió. Ni un latido se escuchó ni tampoco el crujir de los labios que se encontraban secos y blancos, pero no sin amor. Fue de esos besos que los vivos no tienen, de esos besos que los vivos no sienten ni sentirán. De esos que son secretos y que solo los muertos lo sienten. Un beso duradero, tanto así que fue guiado por abrazos, por roces y por piel. Un beso con sentimiento, con más sentimiento que cualquier otro. En pocos segundos el frío de la morgue se transformó en un huracán antártico. El frío dio paso a un frío más seco, de esos fríos que te paralizan. La morgue se impregnaba de un amor singular, frío y absolutamente guiado por la pasión de dos muertos. Se fueron tocando sus cuerpos sin temer a rozar las heridas de cada uno, por el contrario haciéndolas parte de ellos. La transpiración de aquella pasión no dio paso más que a un putrefacto olor, que era dulzor en el ambiente. Hicieron el amor reiteradas veces, como si alguna vez se les acabara la muerte y comenzara la vida. Se les iba la muerte en el contacto de sus cuerpos. Se homologaron sus labios, sus risas y sus pies, desinhibieron sus almas muertas para pulverizaras en aquel acto de locura. No bastaba más conversación que aquella para saber el amor que sentían. Querían vivir la muerte sin querer devolverse a la vida.
             Porque los muertos aman. Porque los muertos también sienten y creen que los vivos nunca lo harán.

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