Historia de un fanático
Mi
fanatismo comenzó el día en que te encontré sin quererlo en la biblioteca del
viejo y querido barrio del puerto, y todo por ser un curioso de historias
ficticias. Entre tanto autor que agotó
mi mente –entre ellos están algunos políticamente correctos como Goethe, Poe,
Bukowski, Dostoievsky, entre otros. – decidí buscar algo que fuera liviano y
fácil de juzgar, y fue así como te encontré. No dudé nunca en lo atrapante del
título ni en tu nombre. Quizá los imbéciles de siempre, que juran ser
intelectuales porque se leen unos cuentitos de Poe o las historias de
Dostoievsky y no son más que prostitutas de vitrina literaria, son los que me
juzgarían por leer a alguien tan desconocido, local y básico. Pero eso no
importaba porque el título y tu nombre entraron por mis ojos de literato
amateur, y no me equivoqué. Después de leer encantado tu primera novela
continué con la segunda, tercera y cuarta; luego continué con cuentos, ensayos
y entrevistas; seguí con cierto agrado tu vida: sé que naciste un 23 de marzo de
1984, tienes 30 años, casado y con dos hijos. También sé que vives al sur del
país, lejos de tu madre que vive en la capital y de tus tres hermanos: los dos
mayores, tú el que sigue y uno más pequeño. Me conozco el título, el año y la
sinopsis de tus 13 libros publicados, de los cuales he asistido a 5. Tengo
fotos, firmas, poleras con estampas de tus novelas y todo lo que un fanático
puede tener en su habitación y vida. Sí, admito que me convertí en fanático de
ti, de tus novelas, pese a que las prostitutas de vitrina literaria critiquen
mi actuar, que admito lo pueril que puede llegar a ser, aunque no ha sido en
vano porque tú has valorado mi logro y ya me reconoces en cada presentación que
asisto luego de la sonrisa tímida, pero potente que me entregas. El día de la
publicación de tu decimocuarto libro, y mi sexta asistencia, tú sabías que yo
estaba ahí porque me regalaste otra sonrisa, pero esta vez era una sonrisa
perversa, que me llamaba a seguirte. Tu éxito no era rotundo: no llegabas a ser
un famoso de la cultura en el país, pero tampoco un amateur. Tal como
interpreté tu mirada, decidí ir a buscarte después de la presentación de tu
libro; obviamente me diste el autógrafo número diez desde que me encontraste
–porque el tiempo me ha dado entender que no fui yo el que te encontró, sino
que tú el que me buscabas– y me atreví ir más allá. Te pregunté si querías ir a
tomar un café con tu fans número uno y me respondiste con la negativa de tu
gira por todo el país por el libro que promocionabas, por supuesto yo insistí y
armé una emboscada para que no te escaparas, por lo que me diste tu número para
agendar alguna ida a un café. Me quedé mirando veintidós minutos la pantalla de
mi celular con tu nombre y número. Desde que me encontraste comencé a ser un
egoísta con la literatura porque me encerré en tus libros y no permití que los
viejos autores, y los contemporáneos, me volvieran a envolver con su magia. Yo
quería tu magia y la de nadie más. Llamé la primera semana exactamente 32 veces
buscando hablar contigo para agendar lo prometido, pero el buzón de voz era la
alerta de mi tristeza. Ese mismo día me sentí furioso porque me habías dado mal
tu número y todo era mentira; rompí la foto que colgaba de la habitación y no
releí tu novela por varios días hasta que mi teléfono vibró y tu nombre con la
oportuna foto de tu rostro apareció en mi pantalla. Quedé pasmado y comencé a
tener temblores continuos junto con el sudor de mis dedos. La yema de mi
índice, por el sudor, vaciló en el movimiento horizontal que di para contestar
la llamada, lo que me alteraba más. Por fin pude contestar y escuchar tu
armoniosa voz que me invitaba a un café para conversar con su fans número uno,
y todo sería en un hotel de la capital que había pedido. ¡¡Me llamó fans número
uno –sin sonar engreído ni mucho menos– y alquiló un hotel solo por mi visita!!
La sensación de recompensa definitivamente es un éxtasis cuando la vives,
porque sientes las respuestas a todas tus preguntas. Durante una semana
programé cuentas regresivas, fui tachando los días del calendario y traté
fallidamente de tener actividades constantes para despejarme y dejar pasar el
tiempo. Con una eternidad que pareció ser años enteros recorridos, llegó el día
de nuestra junta. No sabía de qué hablarte para parecer interesante y dejar lo del
típico fans monotemático y aburrido que solo habla de su autor favorito, lo
alaba, endiosa y todas esas estupideces; quería salir de lo común y dejar una
huella en ti, quería que nunca te olvidaras de mí. Una sala inmensa, casi
presidencial, con una mesa en el centro acompañada de un pulcro mantel blanco
que encima tenía velas y comidas del todo siúticas como camarones, aceitunas de
colores, cecinas delicadas y con un macizo florero de centro con una roza muy
espinada. Me pareció estar en el lugar equivocado porque parecía ser casi una
cena romántica, pero no, era nuestra junta y me encantaba ser objeto de tu
preocupación y delicadeza. Llegaste y traté de guardar efusividad para no
parecer el fans estúpido que mencioné. Dijiste que toda la delicadeza era en
forma de agradecimiento a la gente que lo seguía y, en detalle, a mí porque
siempre me veía donde él estuviera. Agradecí sonriente y emocionado a sus
palabras, aunque lo imaginaba más sencillo en su actuar, me sorprendió lo
siútico que llegó a hacer. Para meter conversación y, nuevamente, no parecer el
fans estúpido me tuve que tragar mis palabras y ser una prostituta de vitrina
literaria. Por lo que le hablé lo mucho que sabía de Edgar Allan Poe, Fiodor
Dostoievsky e incluso de Unamuno. Por fin servía de algo ser una prostituta de
vitrina literaria porque logré causar fijación en él, una fijación que a ratos
me parecía excesiva e incómoda, pero al mismo tiempo, contradictoriamente, me
agradaba. Luego hablamos de temas país, de las insípidas posiciones políticas y
esas cosas que la gente la hace tomar posición con pasión. Yo traté de guardar
mi pasión porque claramente si la mostraba quedaría como un idiota. No sé por
qué tuve el deseo de inmortalizar el momento, de querer dejarte ahí conmigo;
quería atraparte para que te quedaras conmigo en largas conversaciones y no te
fueras más. Mientras me hablabas de cómo creabas, y continuabas mirándome de
manera invasiva, yo planeaba la idea de cómo amarrarte a tu silla y no dejarte
ir o por lo menos pasar la noche a tu lado. Solo pasar la noche cuidándote
mientras te amarraba. Con la excusa de ir al baño, fui a buscar mi mochila,
saqué una cuerda y un cuchillo. Por supuesto, el cuchillo no sería para
matarte, solo para intimidarte y que te dejaras amarrar. De verdad te quería
para mí una noche entera. Salí del baño con una mirada placentera, de gusto con
el solo hecho de pensar en lo que haría. El placer de poder contarte por fin
todo lo que había interpretado de tu literatura, tu vida y todo lo que te
rodeaba sin que te fueras porque ibas a estar amarrado. Caminé con sigilo y con
el cuchillo firme en el bolsillo. Cuando llegué al centro de la sala no te
encontré: solo estaban las velas encendidas, hasta el florero con las rozas te
habías llevado. Se derrumbó todo. Pensé en qué había hecho mal, quizá te había
aburrido mi estúpida conversación de prostituta de vitrina literaria. Pensaba y
pensaba, y no lograba encontrar respuesta. Tu voz con mi nombre se escuchó por
detrás de la sala, en el balcón, me llamaste y mi esperanza revivió. Me dirigí
hacia el balcón con el cuchillo firme, a medida que me acercaba lo apretaba más
y lo sacaba de a poco. Cuando llegué al balcón, saqué el cuchillo para
intimidarte y luego amarrarte, el golpe vino violento y direccionado a mi
cabeza. Me habías aturdido directamente con el macizo florero de la mesa con
mantel blanco. De bruces me fui al suelo y no demoró en salir un espeso chorro
de sangre por mi cabeza. Te reíste con fuerza. Yo no lograba aún entender ni
procesar nada, solo sentía un pálpito tibio en mi cabeza. Solo escuchaba tu
risa monótona y apabullante. Con el mismo florero me pegaste otro derechazo que
resonó en mi sien. Los golpes no eran con tanta fuerza como para dejarme
inconsciente, pero sí para dejarme débil. Arrastraste mi cuerpo que fue dejando
un sendero de sangre. Me sentaste en una silla y con la misma cuerda que traía
me amarraste a la silla. El cuchillo lo tiraste lejos. Me comenzaste a hablar y
no te pude oír nada pese al esfuerzo que hacía por concentrarme. Sentía tu voz
lejana, casi como un silbido, y mi cara caliente por los mil y un caminos de
sangre que se ramificaban desde la cabeza. De pronto no vi y no oí nada. Las
cachetadas que recibí me despertaron. Estabas ahí, al frente con esa misma
mirada incómoda, invasiva y de fanático. Me preguntaste si me sentía bien; por
fin te podía oír. Tu voz había cambiado en tono a como empezamos a hablar.
Tenía a mi escritor favorito, frente a mí, y me tiene amarrado y aturdido. Me
comenzaste a gritar. Gritabas que no podías dejar de pensar en mí desde la
primera vez que fui a su presentación, que en cada gira me buscabas y en cada
autógrafo me mirabas. Te paraste y te pusiste tras de mí para hablarme cerca de
mi oído que estaba empapado de sangre. La sensación del tiempo la había
perdido, quizá era de madrugada y yo no lo sabía. Te acercaste a mi oído y dijiste
que tenías cuentos, novelas y ensayos que habías dedicado a mi obsesión y fanatismo
por ti. Sabías dónde vivía y con quién vivía. Sabías las presentaciones a las
que había ido y cuáles eran mis libros favoritos de tu autoría. ¡¡Tú eras
fanático de mí!! De a poco comencé a tomar consciencia de todo a medida que la
sangre comenzaba a frenar su paso. Me dio susto. Me dio susto tu mirada, tu
sonrisa diabólica y tu obsesión conmigo. Me mostraste una por una las fotos que
nos habíamos sacado y que yo subía a redes sociales. Habías guardado nuestras
fotos. Estabas obsesionado con un lector de tus obras, no lo podía creer. El
hecho de morir en manos de mi autor favorito me causó cierta contradicción: me
generaba miedo, pero también tranquilidad.
Alcancé a esbozar una sonrisa cuando el último de los golpes llegó de la
mano de mi libro favorito. Me golpeó con el macizo libro, tapa dura, de mi
libro favorito y tú lo sabías. Tú sabías que libro con el cual me matarías, que
tú mismo habías escrito, era mi favorito. Te vi esbozar una sonrisa y me
regalaste la mejor frase que nunca olvidé. Eres mi mejor seguidor, me dijiste,
y el zarpazo de tu libro me dio de lleno en la cabeza, apagó todas mis luces y
me mató. Me mató mi escrito favorito, que se volvió fanático de mi fanatismo
hacia él.
Comentarios
Publicar un comentario