Sanjuán
Corrió la cortina y lo vio. Crecieron
sus ojos. Lo volvió a ver. La higuera frente a sus ojos tenía una flor. El
miedo, sin desvíos, lo recorrió trémulo por todo el cuerpo. Cuando quiso verlo
por segunda vez, no pudo. Había desaparecido.
Lo vio detrás de la flor de la higuera, la misma que todos los años
salía victoriosa y misteriosa para aparecer y desaparecer en menos de un
segundo. Lo había visto y, entonces, supo que era suyo en un abrir y cerrar de
cortina.
La noche se volvía espesa en el campo,
la neblina de a poco avanzaba como nubes mal diseñadas y se posicionaba firme
en la tierra. Sanjuán avanzaba firme durante la noche, misterioso y
enloquecedor. Adentro de la aislada casa solo se encontraba él… Aquí estaba
impactado. La hoguera, me dije, la hoguera, una flor, yo la vi, una flor,
grité. Y el viento respondió débil. Miré mi reloj y era las doce menos cuatro.
Y no po, a mí no me venían con cuentos, que el agua, el espejo, la bruja, brujo
ni nada de eso era verdad ni menos la higuera. Estaba delirando. Y no deliras,
le respondo suave, detrás de las paredes, oculta, silenciosa. Y ¿si salgo y
meto a la primera que se me cruce? Voy cruzando, abres la puerta.
Las doce menos una.
Me ves, me miras y me invitas a pasar.
Te digo que sí. Le dice que sí. Es bella, tiene los ojos verdes, la tez blanca,
al borde de la palidez, y pelo oscuro. Parecía levitar entre la neblina y la
entró sin miedo. No le venían con cuentos; no, señor, esos chismes de las
viejas chismosas no eran ciertos. Aunque en el fondo sabía que jugaba con fuego
y ella no era de verdad. Tú no eres de verdad, ¿cierto? Se ríen ambos. Cómo no
voy a ser de verdad po, leso, tú me buscaste y me metiste a tu casa, ahora
asume. Es que yo soy reacio a esas creencias po, mija. Yo no soy ninguna
creencia; vivita, de carne y hueso.
Las doce.
De pronto la de carne y hueso pareció
iluminarse, en el centro se armó un fogón y
las llamas al instante encendieron la mitad del suelo del hogar. El
hombre abrió sus ojos y pareció que vio dos tórtolas rodeándolo. El fuego era
cada vez más potente. Madre mía, dijo. Las tórtolas se posaron sobre el fuego.
Tienes que cruzarla tres veces, le dijo ella. Yo que te creí, bruja infame. Y
ella no sonreía; lo miró firme y seria. Tienes que saltar tres veces la
hoguera, le dijo seria. Lo miro serio. Mis ojos, como espejo, se transforman en
fuego. Lo miro de pies a cabeza. Intenta escapar de mí y le cierro las puertas con
seguro, las ventanas se clavan y la casa entera parece cubrirse de oscuridad.
Todo en menos de dos segundos y sin moverme. Solo las llamas brillan. Me mira
aterrorizado; lo disfruto. La bruja me desafía sin vacilaciones. Por primera
vez siento el miedo, el mismo que hace recorrer la orina como lluvia ácida por
mis pies. El fuego parece disminuir su altura incitando mi salto, pero no, no
quiero. Mi casa está en penumbras, me obliga con la mirada y sin sentido le
hago caso. A las 1, me dice. A las 2, le digo. A las 3, le dice. Y corro de un
extremo a otro para saltar la higuera. Corre y emprende un brinco sobre la
hoguera. La noche de Sanjuán parece detenerse en ese instante para ver su
salto, mientras la bruja lo observa. Lo miro saltar y caer en el otro extremo.
Muy bien, le digo. Río frenéticamente y lo felicito por su hazaña. Me pareció
que el rostro se me quemaba. Y siento mi corazón que rebota en mis oídos. Pum, pum, pum, le salta el corazón. La
bruja lo oye y disfruta más. Vamos por el segundo salto, le dice. No más, le
respondo agitado y casi sin voz. Dije vamos-por-el-segundo-salto, le repite. La
llama de la hoguera aumenta de tamaño. Él se asusta. La bruja ríe. A las 1, le
dice. A las 2, me dice. A las 3, le grito. Corre con todas sus fuerzas, pareciera
que la casa se expande en ese impulso. Me lanzo sobre la higuera y siento cómo
mi espalda se quema, siento el ardor en el trasero. Grito de dolor. Y llega al
suelo, lo veo sufrir mientras río. La satisfacción se da una vez al año,
pienso. Le empiezo a rogar piedad, pero me ignora. Me recita algo que no logro
entender. Le digo que la hoguera debe prenderse, que esto ayuda al sol a pasar
el trance de su menor permanencia en los cielos y tú le estás dando más
fuerzas. Tengo miedo, le dice. Ella parece no estimularse ante el dolor ajeno.
La hoguera se enciende un poco más, le promete que es el último brinco. Él no
quiere, se toma su espalda, muestra su pellejo, su enrojecida espalda. La
última, le digo. A las 1, me dice. A las 2, le digo. A las 3, me grita. Lo veo
correr con todas sus ganas; él salta más alto que de costumbre, pero aun así
siente el dolor del fuego quemando, enrojeciendo su espalda. Grita en el
intento. La bruja lo detiene en el instante. Lo suspende sobre la hoguera. Y lo
dejo caer… arde, le digo; me quemo, me dice; es el infierno, le grita. Él se
comienza a encender con la hoguera y la casa. El fuego arrasa con todo. Ahí
está quemado, consumado, pareciera que sus plegarias se queman consigo mismo. Y
mi voz se apaga entre el fuego, me pierdo entre las llamas. La veo desaparecer
y explotar en un haz de luz blanquecino mezclado con negro. La noche de
Sanjuán, pienso. La maldita noche de Sanjuán.
Y de pronto abro la cortina. Crecieron
mis ojos. La volvió a ver. No era una higuera dando una flor, era el Tue-tué
Chillén alrededor de un sauce. Volvió a correr la cortina. Se asustó y se tapó
los ojos. La corrió y lo volvió a ver. El Tue-tué tenía su cabeza. La neblina
pareció ser un sobresuelo para su cabeza cortada. Yo reía. Él estaba asustado.
Tenía que pillar al Tue-tué, si quería tener sepultura tenía que pillarlo. Y
allá iba.
Doce y dos minutos.
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