Atardecer
Muchos estudiosos proponen que la
irracionalidad no es más que una gama mundana y ordinaria del Hombre. Incluso
se postula la idea de la sobrevaloración humana en contraposición, por ejemplo,
de los animales cuando ambos -advierten
–están casi en igualdad de condiciones. Tal igualdad se puede constatar aquel
día –el nefasto 2 de julio –donde el abismo que separa una ruleta, un revólver
y veinticinco disparos en sesenta y dos segundos se vuelve casi imperceptible.
Pero muchísimo antes de estos sesenta y
dos segundos, hubo un atardecer marcado por el asedio de falsa democracia que
nublaba a un país abatido en la somnolencia y monotonía gregaria del voto.
Aquella mañana había decidido levantarse por el simple hecho de no querer
perder. Muchas veces se cuestionó la idea de rendirse, de no despertar por las
mañanas para realizar las estúpidas y repetitivas tareas semanales, de no
llevar a sus hijos al colegio ni tener que sonreírle obligadamente a la zorra
de su mujer; pero no, no podía rendirse, pues era perder. Y perder no estaba en
sus planes.
Previo a los sesenta y dos segundos, el
atardecer se mostraba monótono y flojo tal como la vestimenta de aquel hombre
que entraba al salón. Debajo de su camisa, el revólver permanecía oculto como
la evidencia que no se concibe el juego sin la trampa. Es más, el beneficio de ser un buen jugador es que te
convierten en un estratega perverso capaz de sonreírle a tu próxima víctima.
Se posicionó, como todos los domingos,
frente al mismo escenario: una ruleta, una bola, varias fichas y los amigos
inservibles dispuestos a perderlo todo. Mientras empujaba todo lo que tenía al
centro, en una muestra de confianza y de exceso de amor a sí mismo, sonreía
abiertamente por su próximo triunfo. Es aquí donde los estudiosos comprueban su
teoría: el hombre, vestido en su escala de valores y moralmente compuesto de
opiniones, se despoja de aquello y empuña su ansia de libertad transformándose
un sujeto en constante crisis.
El crupier reúne lo necesario con su
aspecto serio y preocupado. Devuelve una sonrisa obligada cuando el hombre le
sonríe. Debe ser su cábala, fue lo último que alcanzó a pensar antes de lanzar
la bola. La ruleta gira y la bola se lanza. Mientras la ruleta giraba, el
viento de la bola traía consigo el pensamiento de triunfo en aquel hombre
cuando repentinamente su manó se encontró con la pistola que se escondía en su
bolsillo. Nunca logró comprender el porqué del revólver y cuándo había decidido
hacer trampa. La bola poco a poco
bajaba la intensidad del insolente vuelo y mañosa amenazaba con caer en rojo y
no en negro, y viceversa. Los segundos fueron sucumbiendo ante la expectación
de la pelota que no alcanzó a frenar en rojo y sí lo hizo en negro. Perder no estaba en sus planes, alcanzó
a recordar cuando la pistola y el disparo ya habían demorado tres segundos en
tomar el mismo camino. El tartamudeo de las balas, acompañado del fuego que
encendía su rostro ido con un color grisáceo de fondo, atravesaron violentas la
sien del crupier que solo alcanzó a recordar que hoy había sido un buen día
hasta que su mujer lo había pillado en la cama con otra. La sangre, sin culpas,
escapó de su cabeza como lluvia ácida en medio de lo que ya no era un juego.
Desde otro ángulo, el sonambulismo del guardia se vio interrumpido en el momento
que el disparo acusó el término de la racionalidad ludópata. La ganadora, que
aún celebraba con whisky en sus labios, no alcanzó a tragarlo cuando la bala
cruzó su cuello. La sangre a borbotes explotaba volcánica en su intento por no
dejarla escapar. Y ahí estaba aquel hombre: lleno de rabia, de libertad y, por
sobre todo, de triunfo. En el segundo sesenta y tres corrió despavorido en un
ataque de lucidez. En una esquina, de espalda a una puerta cualquiera, retumbaban
tardías las balas como eco que se propagaban por medio de su propio temor. Ahí
estaba: esquinado, inerte mientras la alarma de
te-están-observando-y-vienen-por-ti sonaba como presagio de un mal atardecer.
Paradójicamente, el ruido angustioso de
la alarma reflejó el silencio abrumador de los asistentes. Bajo las mesas
convivía el llanto oculto, el miedo elocuente y el olor nauseabundo de la
acidez sanguínea.
El guardia permanecía encerrado y con
los ojos bien apretados cuando de pronto los abrió: un choque de destellos
plateados lo invadió. Sintió que la
puerta del baño se abría.
El ruido de la alarma que acusaba la trampa, ensordeció a aquel hombre que
estaba de espaldas a la puerta. Solo atinó a retroceder y encontrarse con el
escenario contrario: el blanco y pulcro baño. Le puso llave a la puerta
mientras de un lado a otro, con pistola en mano, se movía sin frenar su ida y
vuelta.
El guardia poco a poco subió los pies al
inodoro. Sintió un deseo incontrolable de llorar y orinar. Su mano obligaba a
sus labios a omitir cualquier sonido que lo delatara. Poco a poco sintió cómo
el tibio avance de la orina invadía sus últimas horas de cordura.
El hombre mientras se paseaba vaciló
poniéndose el revólver en su boca. Puso el dedo en el gatillo como un final
irrevocable. Pero no, perder no estaba en
sus planes. El apagón de sus deseos llegó con el trémulo
está-rodeado-salga-de-ahí que emitió el policía. El hombre, asustado y pillado,
golpeó una puerta en señal de enojo. La puerta no se abrió.
La puerta no se abrió cuando el golpe
retumbó en el oído del guardia. Un breve y casi imperceptible quejido escapó de
su boca al momento del golpe. Sus labios sintieron el sabor salado de las
lágrimas y por ahí entró el olor ácido de la orina. Este es el final, pensó.
La escaza lucidez permitió que el hombre
no diera cuenta que el golpe no abrió la puerta. Recordó, como anécdota, todas
las veces que golpeó a borrachos por el mero placer de verlos desprotegidos. No
alcanzó a arrepentirse antes de perderlo todo.
Caballero-está-rodeado. Repito-ro-de-a-do.
El llanto y las imágenes de un pasado proyectado a un deseo familiar volvían
como culpa; retorna acusando la tardanza de una decisión que no debe retrasar
más. Y, de pronto, el crepúsculo del atardecer se torna más anaranjado que de
costumbre; el día, ya atosigado por el sofocante voto a voto, da paso a
liberación: la pistola en la boca, el sonido que retumba, el guardia que se
tapa los oídos y el espejo que refleja un rojo atardecer. El momento del
disparo se disipa más de lo necesario. El guardia no alcanza a reunir los últimos
recuerdos de los golpes de su padre, de los puños a su esposa y de las
humillaciones a los borrachos cuando se apaga en posición fetal, acompañado de una mirada
que jamás pudo desmarcar de su alicaído rostro. Y aún el humo del disparo no se
difumina cuando de golpe la policía al baño y en una escena carente de todo
sonido encuentra al guardia meciendo al hombre muerto, pidiéndole que se calle,
porque el día ha terminado y el atardecer ha llegado.
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