Escondidas

1

No recuerdo con exactitud el día que Carla desapareció ni la edad que tenía. Veinte, veintitrés o veintiocho; da igual. Sé que ocurrió cuarenta y dos años atrás. Eso sí que no lo olvido. Acostumbrábamos a jugar a las escondidas especialmente en las noches, porque la oscuridad es un laberinto de ahogos para quien busca y un placentero desasosiego para quien permanece en la clandestinidad del silencio. Ese día era la primera vez volvíamos a jugar luego de la desaparición de Verónica. Esa vez, la Flaca, como le decíamos a la Vero, se había escondido al igual que todas. Solo que cuando la salí a pillar, porque me tocaba a mí encontrarla, se ocultó tanto que nunca más salió. En un principio pensamos que se había escapado con su pololo, pero pronto me di cuenta que algo terrible le había ocurrido. Los primeros días sus papás pensaron que nosotras la teníamos oculta con el Miguel. Si llego a saber que ustedes están detrás de esto, se las van a ver conmigo, nos decía su mami. Pero nunca fue así; lo puedo hasta jurar. La Vero era rebelde, furiosa y luchadora; nunca habría escapado. Pasaron semanas y recuerdo que su rostro quedó permanentemente en las cuentas de Chilectra que llegaban a mi casa junto con sus datos: Verónica Patricia Fernández Neculpán, RUT 12.351.197-3. DESAPARECIDA. Pese a estar en blanco y negro, la foto de la Flaca revelaba su palidez y un pelo azabache que le cubría los hombros. Siempre que miro su imagen le dedico las mismas palabras: ya te voy a encontrar, Flaquita; pronto voy a descubrir tu escondite para que no me ganes la carrera y grites el un dos tres por mí y por todos mis compañeros. 

2

Pasaron meses antes que volviéramos a jugar y ahí estábamos: Carla, Isabel, Mariana, Olga y yo. De alguna forma también estaba Verónica. En un cruel designio perdí en el cachipún; me tocó llevar la cuenta y encontrar a mis compañeras al igual que aquella vez. Yo quería esconderme para estar lo más cerca posible de la Flaca y porque además ocultarse en cierto modo es una arte: requiere controlar el ritmo cardiaco y el desobediente vaivén de la respiración. También te aproxima a lo camaleónico, esa capacidad innata de transformarse alternando el rol de presa-cazador. A mí me gusta el arte. Conté hasta diez o quince, no recuerdo y no importa. Salí, grité con eco. Pillé a Mariana que siempre se ocultaba bajo la buganvilia de los González, luego a Olga que se encaramaba en el viejo manzano del almacén de don Benito. Isabel demoró mucho más, era ágil y sigilosa en sus movimientos, pero siempre incurría en el mismo error: su respiración la traicionaba. El corazón se escuchaba a kilómetros y la delataba. Cuando la pillé en el antejardín de la vieja miliquera de la Tencha, pegamos una carrera atlética: a ratos íbamos a la par, en otros me ganaba y al final fotográficamente gané sellando el un dos tres por la Chabe que está en el antejardín de la vieja miliquera de la Tencha.Cuando fue el turno de encontrar a Carla, recorrí cada espacio de nuestro pasaje. Me atreví a caminar incluso más lejos de la base donde yo comencé a contar y pillar a mis amigas. Temerosa, me alejaba de allí y aun así Carla no daba signos de vida. Con Mariana, Olga e Isabel nos miramos con urgencia. El temor de que ella salvara a las chicas a través del un dos tres por mí y por todas mis compañeras rápidamente se esfumó por la preocupación de su extensa ausencia. Pasaron diez minutos y yo no dejé espacios sin buscar a excepción de nuestras casas porque cada una sabía que las reglas del juego era no esconderse en los hogares. Comezamos a gritar desesperadas por las calles desoladas de nuestra villa que estaba en el preludio de un evento diario. No apareció. Ese día solo me faltó pillar a Carla. Aún falta Carla, aún la busco.

3

Imagino a Carla escondida por alguna buhardilla del pasaje y que nos observa. La imagino temerosa y agazapada mientras abraza sus propias rodillas para que no podamos oír el latido de su corazón ni su respiración. Era tan distinta a Isabel. Nos mira por el orificio y se oculta para que no la pille. La imagino diminuta en la inmesidad de la escuridad, entre gritos sordos; a ratos pienso que está en una especie de dimensión desconocida o una realidad paralela. A veces se me confunde con el rostro de Verónica. No puedo quitármela de la cabeza: está agonizante. ¿Cómo es la oscuridad de la desaparición? ¿Tiene textura, contrastes, materialidad? Yo sé que Carla tiene frío, la puedo sentir. Sé que cuando saltó de la luz hacia el escondite ella estaba observándome mientras llevaba la cuenta. Estoy segura que sonreía. Hasta que la luz desapareció y la oscuridad se la tragó. Una oscuridad áspera, avasalladora y uniforme. Sé que gritaste en ese momento y que seguías ahí, pero no te pudimos oír. Sé que aún hay chispazos de luz que te iluminan y también te ocultan. Estoy segura que aún me miras, Carla.

Cuando se ocultó y no salió más de su escondite, su mami no tardó en acusarme de cómplice. Tú la metiste en esto; tú vas a cargar con la responsabilidad de otra desaparación, me gritó. Pero nunca fue así; lo puedo hasta jurar. Carla era tímida pero con objetivos claros. Jamás fue influenciable, su timidez nunca fue excusa de vulnerabilidad. Todo lo contrario: su liderazgo era conmocionante, sinigual. Pasaron días y su rostro yacía en las cajas de leche chocolatada y blanca de Soprole. La vi un día en una caja que botó don Benito: Carla Alejandra Llancafil Álvarez, RUT 12.437.198-0. DESAPARECIDA. Pese a estar en blanco y negro, la foto revelaba su calidez y un pelo castaño que se extendía por debajo de sus pechos. Los ojos se llevaban toda la atención, parecían brillar en la esquiva ausencia colorida de la imagen. Siempre que miro su foto le dedico las mismas palabras: ya te voy a encontrar, Carlita; pronto voy a descubrir tu escondite para que no me ganes la carrera y grites el un dos tres por mí y por todos mis compañeros.

Recuerdo que alguna vez apagué todas las luces de mi casa. Quería tenerlas cerca y con el oculto deseo de saber qué era lo que se las había llevado. Abrí bien los ojos, quería mirar frente a frente el negro ambiente de la ausencia de luz. De pie, abrí levemente mis piernas y extendí mis brazos. Empecé a calmar mi respiración, tal como si estuviese jugando a la escondida con mis amigas. El pum pum del corazón fue lentamente retrocediendo hasta ceder al silencio del hogar. Todo oscuro, todo silencio. No miento, sentí una presencia. Estoy segura que era la misma que arrancó a Verónica y Carla de nuestras vidas; la misma que más tarde hizo aparecer sus rostros cansinos en las cuentas de Chilectra y las cajas de leche Soprole. En la oscuridad, La Presencia se veía amorfa y con fuerte olor a putrefacción. Era como si su acidez te abrazara y te rasgara partes de la piel. La Presencia, inquisidora, me rodeó lentamente mientras lo que parecían ser sus extremidades me acariciaba los mechones de cabello negro que colgaban en mi cuello. Estoy segura que buscaba ahorcarme, la horrenda tortura de hacerme sentir dolor. Juro que lo sentí. Era como si descargas eléctricas recorrieran mi cuerpo y carcomieran mi vagina. Una sensación de ahogo símil a introducir repetidas veces la cabeza en una bañera fría con hielo con intervalos cada vez más breves y respiros más cortos. Antes de la retirada, La Presencia se limitó a un soplido en la oreja, que propagó por los rincones del hogar la hediondez ácida de un mal recuerdo. Y un dos tres por mí, se fue y no me llevó. Nunca supe si lo imaginé o fue un doloroso recuerdo.

4

A cuarenta y tres años de la desaparición de Carla y un poco más de la de Verónica, aún las busco en un juego imaginario. Hago el ritual de encontrar primero a Mariana en la buganvilia de los González, después a Olga en el viejo manzano del almacén de don Benito y a Isabel en el antejardín de la vieja miliquera de la Tencha. Pero aún no puedo encontrarlas. A Verónica no la imagino, la arrancaron de mi memoria visual. A Carla sí, aún la veo en alguna buhardilla del pasaje. En la villa, el juego de las escondidas cumple cuarenta y tres años en la prohibición. Los niños temen la sola invocación del pasatiempo y los nombres de Verónica y Carla retumban como amenaza o castigo en boca de sus padres. Algunos despiertan sudorosos durante noche imaginando La Presencia. Otros prefieren seguir luchando para combatirla. Como yo, que aún espero que salgan de su escondite. A veces me gusta encenderles velas, una vez al año, y luego las soplo con fuerza para quedar en la misma oscuridad en la cual quedaron, pero aun así no se aparecen. No sé si es un acto de venganza o resistencia. Lo que sí tengo claro es que nunca dejaré de preguntarme dónde están escondidas.

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